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Aquella
vieja carretera, como todas las que habíamos recorrido a lo largo de tantas
noches, se encontraba en desuso desde hacía mucho tiempo. Yo encabezaba aquel
grupo de jinetes seleccionados por mí mismo entre los mejores “Guardias”, el
cuerpo de seguridad que yo dirigía, manteniendo evidentemente la distancia
establecida por mi clase social. Leandro, mi lugarteniente, llevaba ya rato
observando que yo me encontraba más callado y pensativo de lo habitual. Con
intención de distraerme de alguna manera, éste separó su caballo de sus
compañeros y recortó la distancia que
nos separaba.
— ¡Barón!
¡Esta noche es menos fresca que las anteriores!—afirmó Leandro al alcanzarme.
—
¡Así es! —contesté, añadiendo con tono triste después—. ¿Escuchas los grillos
Leandro?
—
¡Sí Señor!
—
¡Hoy su canto parece más rápido!
—
¡Es cierto Señor!
—Eso
significa que la primavera avanzaba irremediablemente. Es algo que, todos los años, me entristece
profundamente —afirmé con gesto taciturno—. Las noches son ahora cada vez más
cortas y eso influye negativamente en nuestra existencia.
Leandro
comprendió que no era el momento adecuado para conversar con su superior. Se
mantuvo entonces silencioso y volvió a distanciarse, poco a poco, hasta regresar
con sus compañeros.
Al
rato la vieja carretera cruzó una tenebrosa arboleda que nos sumió en una
profunda oscuridad. Cuando abandonamos aquel asilvestrado bosquecillo surgieron
de nuevo las titilantes estrellas y alcé la vista, observando el firmamento de
aquella noche de Luna Nueva. Yo ya no encontraba hermoso aquello, quizás porque
el cielo nocturno era el único que podía contemplar desde hacía ya varios
lustros, pero eso no me importó demasiado, pues a lo largo de mi prolongada
existencia eran ya muchas las cosas que
habían dejado de parecerme dignas de ver.
Minutos
después distinguimos, a los pies de una loma, el oscuro perfil que componían
las casas del pueblo a donde nos dirigíamos.
Mis Guardias se desplegaron sigilosamente alrededor de la aldea y
registraron sus callejuelas con su habitual eficacia. Todos teníamos la
esperanza de dar con quien buscábamos y terminar así nuestra misión para
regresar a la Ciudad, algo que anhelábamos profundamente
Acompañado
por dos de mis hombres me dirigí por la calle mayor de aquella localidad buscando la plaza principal. De nuevo nadie surgió de las miserables
viviendas del pueblo al notar nuestra presencia. Eso me hizo recordar los tiempos anteriores, no
convulsos y misteriosos como los de ahora, en que nuestra sola llegada hacía
acudir a los aldeanos. Nadie podía permitirse el lujo de poseer caballos o
animales semejantes a éstos y era algo fuera de común la aparición de jinetes
en esas alejadas villas. Contemplar algo tan poco usual siempre había sido todo un espectáculo para los envejecidos
y deprimidos campesino pero desde que andábamos tras los pasos del Asesino, la
ausencia de lugareños ante nuestra llegada se estaba convirtiendo en la tónica
habitual a lo largo de toda la misión.
Protegido
por la pareja de Guardias que me acompañaban llegué al fin a la plaza mayor y
encontré allí el ayuntamiento. Era habitual que fuese en ese edificio donde mal
vivían los cabecillas de los campesinos, intentando así en vano de dotarse de
cierta dignidad. Los tres jinetes descendimos de nuestros caballos manteniendo
una distancia prudencial de la vieja iglesia que allí había. Maldije en
silencio el hecho de que aquellos viejos templos estuviesen siempre situados en
la parte más destacada de las villas y con disimulada preocupación puse mi mano
derecha en la empuñadura de mi espada, por si de repente fuese necesario
utilizarla. A pesar de encontrarme
escoltado por dos de mis hombres, más ocupados éstos en la seguridad de su
líder que en otra cosa, tomé también con mi mano izquierda el silbato que
pendía de la cadenita de oro que mantenía enganchada en uno de los bolsillos de
mi elegante chaleco. Un solo pitido con ese silbato y todos mis hombres
acudirían en tropel hasta mi presencia.
Entonces
descubrí, enormemente sorprendido, lo que había en medio de la plaza y que la gran puerta del
templo estaba abierta.
Eso
último me llenó de temor.
Intentando
superar ese pavor me acerqué a lo
que alguien había abandonado en aquel
lugar. Era un ataúd. Intuí, por la ostentosa calidad de los grabados que lo
adornaban, que aquel féretro debía ser el lecho diurno del líder de aquella
insignificante localidad. Observando las huellas que había en el suelo deduje
que éste había sido arrastrado hasta allí con la ayuda de un caballo. Mi
sorpresa fue en aumento al ver que en la tapa se encontraba clavada una nota
manuscrita con letra un tanto descuidada. Con cierta aprensión, digna de mi
clase social, la leí:
Acabaré con todos vosotros.
No quedareis ninguno sobre la faz de la tierra.
Solo entonces podré descansar.
Con
sumo cuidado levanté la tapa del féretro. Un gesto de asco y consternación
apareció en mi rostro. El esqueleto del
alcalde estaba calcinado, retorcido en los últimos estertores de su
vida. Aquel desgraciado había sido decapitado, como solía hacer el Asesino con
todas sus víctimas, pero esta vez lo había realizado después de exponer
cruelmente a aquel ser a los temibles y abrasadores rayos del Sol.
Preocupado
y asustado por las nuevas actividades de quien yo y mis hombres
seguíamos con intención de eliminar, escruté la plaza, preguntándome
dónde se encontraría el cráneo del carbonizado cadáver. Entonces descubrí que algo había sido apilado en el umbral de
la vieja iglesia. Con temerosa
curiosidad me acerqué a ésta, sin hacerlo en demasía para no sufrir los efectos
nocivos que producían esos detestados templos. Al percatarme finalmente de que
era lo que el Asesino había dejado en la entrada del nefasto edificio sentí una gran desazón,
aumentando aún más mi intranquilidad.
De
repente llegó Leandro confirmando lo que él, sus compañeros y yo mismo sabíamos
que íbamos a encontrar:
— ¡Barón!
¡Tampoco ha quedado aquí ningún superviviente!
— ¡Era
de esperar!
— ¡Y
han desaparecido los cráneos de todos los cadáveres!
—
¡Lo sé!! —contesté de nuevo con aires de superioridad.
—
¡Es extraño, Señor! ¡Siempre los había dejado junto al resto del cadáver!
Medité
unos segundos ordenando a Leandro
después:
— ¡Bien! Buscad los animales de estos desgraciados y
seleccionad algunos, como siempre. Necesitamos recuperar fuerzas para continuar
mañana la ruta establecida.
— ¡Ya
lo hemos intentado Señor! ¡Pero todos los animales han sido liberados! —contestó
éste con un gesto de preocupación.
—
¡Maldita sea! —exclamé enojado —.Tendremos que utilizar hoy la sangre de
nuestros propios caballos. Busca entonces un lugar seguro donde pasar el día.
¡Amanecerá en poco tiempo!
Mi
esbirro se dio cuenta entonces de lo que yo
observaba con creciente interés mientras le daba las órdenes. Lentamente, Leandro se acercó también al
templo todo lo que su seguridad personal le permitía, exclamando horrorizado
después:
— ¡Barón!
¡Son todos los cráneos de los campesinos
de este pueblo!
—
¡Así es! Los ha amontonado en la entrada del templo. —respondí decidido—. Es la
primera vez que el Monstruo hace algo así. Quizás deberíamos enviar un correo
para informar al Duque de ello. ¡Bien!, date prisa y busca algún lugar donde
cobijarnos y protegernos del Sol.
Leandro,
obediente y seguido por los otros dos Guardias que me habían escoltado, dejó la plaza. Al verme
solo desenvainé mi espada de plata dando con la punta de ésta un golpe en la
tapa del ataúd del alcalde para hacerle caer y cerrarla. Entonces surgieron del
féretro polvo y ceniza que formaron minúsculas nubes y que la ligera brisa de
aquella noche que pronto llegaría a su fin disiparía segundos después.